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Oscar Molinari: “Si construyes algo que te apasiona no tienes tiempo de morirte”

Es tarde crepuscular en Caracas. Todo El Ávila parece hecho a pinceladas,…

Por: Jorge Limón
Foto: Álvaro Camacho
Foto: Álvaro Camacho

Foto: Álvaro Camacho

Es tarde crepuscular en Caracas. Todo El Ávila parece hecho a pinceladas, al menos esa porción que se divisa desde la amplia terraza donde aguarda sentadito esta suerte de mantuano vanguardista, de conde Drácula amable, sensible, cálido, cercano. Un estrechar de manos, un abrazo, un refresco negro que chilla suculento, y la primicia –en ese entonces– de que América 1600 sería su próxima individual en la Galería Dimaca de Los Palos Grandes. Pero el tránsito para tenerla lista fue también una batalla, o más bien la estrategia para ganarla. Un primer golpe del cáncer, uno segundo incluso, y antes del tercero, un levantarse a pintar con oro, a superponer imágenes, a recortar, a teñir, a imprimir sobre acetato, a mezclar, a crear. Cuando dejé Nueva York hace unas décadas y me vine a Venezuela, algunas obras de esta serie estaban empezadas pero la mayoría solo tenía el armazón hecho de telas forradas con páginas del New York Times; guardé los inicios hasta hace año y medio que me enfermé y tuve que estar mucho tiempo en cama, aquí en mi casa, en mi cuarto. Los saqué y me rodeé con esos cuadros inconclusos, así que iba viendo lo que había hecho, si lo mejoraba o si le hacía falta algo. Fue un proceso divino de creación.

Foto: Álvaro Camacho

Nacido en Roma y bautizado como Ivano, pocos días después su padre muere y se mudan a América, pero años después llegan a Venezuela y su mamá lo rebautiza Oscar. Entonces soy Oscar en Venezuela e Ivano en Italia. Una doble identidad que no sería sino obra y gracia de Carolina “Kirina” Herrera Uslar, una de las herederas de la Hacienda La Vega, la más exploradora, la más aventurera, la que estudió medicina, se volvió piloto, fue viajera, tenía una casa en Florencia, otra en París… Y en ese trotar por el mundo conoció a Oscar Molinari padre, un piloto acrobático quien en una gira por toda América del sur vino a Venezuela invitado por la aviación a formar la escuela de pilotos de caza. En un momento cuando los pilotos acrobáticos eran como los de la Fórmula 1, una cosa deslumbrante. Kirina y Oscar se conocerían en la Casa Amarilla caraqueña, durante una cena; después Italia entraría en guerra, él decidiría ir a su país natal y allá moriría a los 20 días del nacimiento de este fotógrafo, cineasta, escritor y artista pionero en la introducción de los nuevos medios en las artes plásticas y en el videoarte que nos ocupa.

Don Pedro. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

La mía fue una infancia muy particular porque mi mamá viajaba constantemente. De niño viví en Nueva York, Caracas, Quito, México… a los siete años viajamos a Europa a conocer a la familia y mis abuelos en Italia. Durante todo ese tiempo tenía una maestra que viajaba con nosotros y me enseñaba las cosas que tenía que aprender en la escuela a la que no iba. Entré al colegio en cuarto grado. Fue una infancia muy privilegiada y desordenada, la de un nómada que tenía la particularidad de que como mi papá había muerto en un accidente de aviación, mi mamá no me dejaba viajar nunca solo en avión: si viajaba, viajábamos los dos. Me tocó hacer muchos viajes en barco (por temor) de París a Caracas o de Caracas a Nueva York. Era muy divertido porque eran cinco o siete días solo, en camarotes de lujo, en una suite. Y lo narra sin poses, sin ánimos de elaborar un itinerario exquisito que lo saque del lote, apenas sentado cómodamente en su cama, en mangas de camisa blanca, jean claro, sin medias, suéter de cashmere negro al cuello, y el accesorio invisible que ha llevado desde que fue lanzado en 1991: un perfume For Men que lleva el nombre de su prima política pero también, y sobre todo, el de su madre.

La Reina Virgen. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Así, envuelto en esa sobria mezcla de nerolí, frutos cítricos, hojas de pimiento verde y geranio, flanqueado por una colección de arte exquisita –entre obras propias, de amigos colegas, talentos emergentes y maestros universales–, Oscar Molinari Herrera confesará las fantasías de su adolescencia. Porque si bien ya en cuarto grado se asientan en heredades venezolanas, su mamá no deja de viajar constantemnete y él va siguiéndola, hasta que la época adolescente lo agarra en medio de las fiestas extraordinarias que se celebraban en Caracas con La Sonora Matancera, La Billos, Celia Cruz, la Orquesta Aragón y el chachachá… cuando los millonarios o los ministros del gobierno de Pérez Jiménez celebraban los 15 años de sus hijas, botaban la casa por la ventana y salían las negritas de los carnavales. Era una Caracas muy íntima donde si ibas al cine siempre conseguías a alguien conocido.

Sor Juana. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Ha entrado la noche con sus pasos de frío. La aldea de estrellas, como aliada de todos los relojes del mundo, da más y más señales de vida superior. Oscar sigue sentado en su cama, en medio de la recámara que también fue su taller, enseñando en su portátil plateada el conjunto completo de lo que será América 1600, una decena de obras que recrean la historia del continente americano a partir de su interpretación de uno de los trabajos realizados por el orfebre y grabador alemán Theodor de Bry (1528-1598), o como apuntará la curadora María Luz Cárdenas, la reelaboración del repertorio que Theodor de Bry dejó como legado para la fundación imaginaria del continente americano, y que históricamente constituyó la primera recreación visual de América bajo la influencia de las leyendas, las noticias y las crónicas de viaje que intentaban adaptar sus conceptos a un territorio imposible de ser sometido al canon occidental. Molinari recrea ese imaginario. Toma fragmentos de las fuentes originales, los descompone, los interviene con capas de acetato, incisiones y dibujos que alteran inesperadamente la composición.

Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

El Rey y la Reina. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Él, aquel niño trotamundos que fue superponiendo las capas de sus viajes, andanzas, casas, continentes y amores hasta construir una densa cosmovisión sin proponérselo, una profundidad espontánea. Yo era un pájaro raro en el colegio porque venía de una educación más particular, pero por alguna razón los más malos siempre se hacían amigos míos y los sifrinos sabían que no tenían cabida porque los malandros me protegían. Fui muy buen estudiante hasta cuarto año. En quinto mi mamá me sacó del San Ignacio y me puso en una institución pública de El Paraíso, llamada Liceo Aplicación, para que yo tuviera otro tipo de contacto. Así que a los 15 empezaron a aparecer las muchachas en mi vida, siempre me la pasaba enamorado y los estudios decayeron.

Foto: Álvaro Camacho

A los 16 años se gradúa de bachiller, muda a Estados Unidos para estudiar en Georgetown University pero no le gusta y se pasa a Filosofía y Letras en St. John’s College, la segunda universidad más antigua de Estados Unidos y donde el sistema era otro: empezaban leyendo Homero, Platón, Aristóteles, la matemática de Euclídes… es decir, estudiando las materias desde el comienzo de la historia de su conocimiento, hasta que llegaban a la última gran literatura de Hemingway, James Joyce… pero sin memorizar sino interpretar, conversar y exponer. Para el examen final del primer año entrábamos a un salón donde estaban todos los profesores y nos preguntaban a cada uno por qué creíamos que nos habían hecho leer esos libros a lo largo de un año. En pocas palabras, era para saber si habíamos entendido de qué se trataba su educación o para enterarnos de que no teníamos por qué estar allí. Los viernes en la noche pasaban películas de los años 20, 30 y los sábados llevaban a alguien importante de la literatura o filosofía a dar charlas. Una universidad maravillosa.

El Hombre de los Símbolos (detalle). Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Sobre cuándo descubrió que su vida se cifraría en la creación artística, blasona que siempre fue creador: a los 19 años se ganó una mención especial en un concurso de cuentos de El Nacional (creció con una biblioteca al lado de su cama, con todos los libros que mamá le compraba; los amaba y terminó coleccionado más); después publica cuentos y poemas en la revista Cal, dirigida por Guillermo Meneses, y así hasta que pensó que se dedicaría a ser escritor… pero pasado un tiempo se fue a Europa y se entregó a vivir la aventura constante. Luego regresó a Venezuela a los 26 años y fue cuando empezó a dedicarse completamente al arte, o más bien al cine, formando parte de la generación de jóvenes cineastas venezolanos que en los primeros años de la década del 70 mantuvo posiciones contestatarias en el ambiente cultural. En 1970 obtuvo el Premio Oso de Oro en el Festival de Berlín con la producción del film El tiempo de morir. Realizó el cortometraje Ojo de agua con el que recibe el premio al mejor cortometraje en el Festival de Cádiz (España, 1972) y en el New York Film Festival de 1972, y una mención especial en el Festival de Videos de Caracas del mismo año. En 1973, después de regresar de Barcelona, España, donde había entablado una buena amistad con Salvador Dalí, crea el Taller de Cine Independiente junto a Diego Risquez, Carlos Azpúrua, Carlos Oteyza y Julio Neri. Fue uno de los organizadores del I Festival de Cine Nuevo Venezolano. En 1974 viaja a Los Ángeles (Estados Unidos) invitado por el actor George Hamilton e ingresa a la Universidad del Sur de California donde estudia dirección de actores con Lee Strasberg y animación y montaje con Alejandro Jodorowsky en el departamento de cine.

El sueño de Europa. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Yo me lance por allí pero después me cayó la prohibición de estar en Venezuela. Mi vida ha tenido cambios muy violentos. Yo estaba aquí resuelto, tenía todas las herramintas en mis manos para hacer las cosas que yo quería hacer y no pude volver por 10 años. Tuve que inventar una nueva vida en Los Ángeles, después en México. He tenido vidas completas, con el mejor amigo, la gente que te conoce, el teatro donde te gusta ir, la playa donde vas los fines de semana; pero cuando me cambio de ciudad, la ciudad anterior desaparece. No mantengo contacto, no me escribo con el que fue mi mejor amigo: en la ciudad nueva encuentro de nuevo a mi mejor amigo, que no es el mismo pero que de alguna manera me alimenta y me perimite rebotar en él las cosas que necesito rebotar. O sea, ese mejor amigo siempre ha estado pero nunca ha sido el mismo. En el fondo son idénticos a ti, te reconoces en él.

Batalla Naval. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

¿De alguna manera se reconoció usted en Theodor de Bry? No, me fascinó el hecho de que este hombre creara esta obra inmesa simplemente basándose en cosas que nunca vio sino que le contaron, que leyó. Lo que él hizo es como la creación de un sueño, y sus imágenes perdurarán en la memoria secreta de América. Era necesario, era muy sabroso meterse allí. Explorarla, reinterpretarla, deformarla, rehacerla, aclara Molinari sobre su serie América 1600.

Off the record, o más bien en la sabrosa intimidad de la informalidad, el maestro contemporáneo Jorge Pizzani, amigo en común y cotizado expresionista, habrá declarado que esta exposición ha vuelto a Oscar Molinari en un fino hilandero de oro, que al final viene a ser una suerte de amo de muchas tramas de una vida y de otra; ante lo que el aludido agradecerá: Fíjate qué bonito. Esa exposición me salvó la vida porque me sacó completamente de lo que era la idea de la enfermedad o el temor de la misma; la enfermedad estaba pero la vida eran esos cuadros maravillosos que se estaban creando; porque es importante en la vida tener posiciones y estar construyendo algo que te apasiona, y si lo estás construyendo, no tienes tiempo de morirte. Mira, Pizzani es un artista más tradicional pero es un maestro del dibujo; tiene la mano de un gran maestro del renacimiento. Pizzani te agarra la ceniza de un cenicero, la moja y hace un dibujo en una servilleta que es digno de Rafael Sanzio. Sus bocas, sus miradas… lo que pasa es que él no se detiene en la recreación del dibujo ni de la belleza que sabe plasmar; una vez que la arma, la destruye; entonces sus cuadros terminan siendo unas cosas monstruosas. Él tiene la capacidad de que, si se detiene en el camino, lo que vas a ver es un dibujo renacentista, el bello esqueleto que está debajo de ese perro monstruoso.

Manoa. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Sobre lo que pasa actualmente en el arte en Venezuela, piensa que hay cierta parálisis  porque si bien palpita una lista de jóvenes que está haciendo cosas interesantes, el mercado de arte se murió: si se le pregunta a cualquier galerista qué ha vendido de la última exposición, la mayoría confesará que no ha vendido nada. De hecho, él que lo ha tenido todo y los tiene casi todos, declara que a parte del Bacon con el que sueña, le pondría el ojo a ciertas piezas de toda esa generación de Muu Blanco, Suwon Lee o José Antonio Hernández-Diez, que es un poco mayor pero cuyo trabajo describe como divertido. También los videos de Carlos Castillo, “porque son de una juventud total que te sorprende”.

Acerca de para qué sirve el arte en nuestras vidas, el hijo del piloto y la viajera incansable, el padre de varios y el amigo de no tantos, advertirá que el arte debe servir para divertirnos, porque pasa igual con los contactos que tenemos, que deben ser enriquecedores: la vida debe enriquecerse con la gente que ves, con la mujer que amas, con el amigo que tienes, con el socio con quien trabajas. Que tu vida se vuelva más rica gracias a ellos. El verdadero arte debería desplazar un poco tu ángulo de incidencia, de mirar las cosas. Aprender a mirar es una cosa esencial.

Love Story. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Es noche cerrada ya. La Castellana empieza a perfumarse con el cerro cercano y los muchos balcones preñados de flores blancas que abren a veces en octubre. Si es por nosotros, la conversación se prolongaría hasta hacer despertar alguna entraña furiosa pero esclarecedora, algún secreto fácil que, por fácil y por siglos, no ha brotado jamás. Pero urge la pregunta sobre su visión del futuro del arte, la suya, que es la de un cartógrafo contemporáneo, la de un tejedor aurífero, la de un conquistador por linaje y por devoción, la de un arqueólogo inverso que en vez de desenterrar por capas para descubrir, descubre superoponiéndolas, re-creando, re-tatuando, re-pintando, re-naciendo, re-significando, re-mirando. Así que la espeta, in extenso: Cualquier obra de arte que tú adquieres y que llevas a tu casa, sea hecha del medio que esté hecha, más avanzado, da igual que haya sido pintada con acuarela o que haya sido hecha con pixeles, o con láser; el efecto final es que cuando la coloques en la pared, te va a modificar la música de toda tu casa. Eso va a seguir pasando independientemente de cómo se construya la obra. La obra va a ser inquietante, va a cambiar tu vida al ponerla en la pared. Yo empecé modificando las Polaroids, después interviniendo las fotos y los videos, después Polaroids de los videos, interviniendo los videos y la Polaroids… y todos esos medios se fueron acumulando, se fueron sumando y los fui usando todos. En los trabajos de ahora hay fragmentos que vienen de videos, de la fotografía, partes dibujadas. Si aprendo más oficios, se los iré añadiendo.

La Isla de los Ladrones. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

Por ejemplo El Dorado, el hombre, tomé su grabado original y a los dos personajes que están a los lados, uno que lo unta de aceite y otro que le sopla el polvo de oro, y les hice unas ampliaciones e hice fragmentos de su cara, sus cuerpos, impresos sobre acetato; los pegué sobre la tela, entonces ya yo había generado allí una vibración particular. Sobre acetato, sobre el periódico, sobre tela… ya hablaban de otra manera, ya el cuadro era otra cosa. Quedaba el hueco del medio: allí empecé, dibujé el personaje, y fui viendo cuál era la maldad que necesitaba. Le añadí oro, pintura, y al final la vaina cuajó, estuvo listo, me anunciaba que no le hiciera más. Hay un momento en que uno sabe que se acabó, que terminó. En el camino no sabes adónde vas a terminar.

A la par de la Mujer tatuada de Andy Warhol (c.1955), la 'Amazona' de la serie América 1600. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

A la par de la Mujer tatuada de Andy Warhol (c.1955), la ‘Amazona’ de la serie América 1600. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

El arte debe saltar sin ver, con frecuencia. ¿Te acuerdas de estos letreros por donde pasaba el tren que decía “Mire antes de cruzar”? Entonces la idea es: pase sin mirar para que se sorprenda. Watch before jumping. Así que la cosa sería Jump before watch.

El Dorado. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

El Dorado. Foto: cortesía de Oscar Molinari Herrera

PS: La mayoría de las obras de gran formato de América 1600 fue adquirida por la Hacienda Santa Teresa para la “Bodega Santa Teresa”, el nuevo espacio destinado a las reservas privadas, diseñado por los arquitectos Totón Sánchez y Ana María Basalo por los 220 años de la hacienda de marras.

 Oscar Molinari